miércoles, 18 de junio de 2025

El desmoronamiento estratégico de Irán: Alianzas armadas, fractura interna y la advertencia para las potencias emergentes

 

Contexto general y factores detonantes

Las tensiones latentes entre Israel e Irán escalaron súbitamente cuando la Fuerza Aérea israelí lanzó ataques aéreos masivos contra instalaciones nucleares, depósitos de misiles y mandos militares en territorio iraní a partir del 13 de junio de 2025, en una operación sorpresa que eliminó a gran parte de la élite castrense iraní y a importantes científicos nucleares; en represalia, Irán desató una andanada de cientos de misiles balísticos y drones contra ciudades israelíes como Tel Aviv y Haifa, causando al menos 13 muertos y decenas de heridos, mientras sus fuerzas enfrentaban el golpe devastador a su infraestructura estratégica. 

En medio de esta conflagración abierta entre Teherán y Jerusalén, surgieron informes difundidos por medios iraníes que aseguraban que Pakistán, país vecino y potencia nuclear, suministraría un lote de unos 750 misiles balísticos no nucleares para apoyar a Irán en su campaña contra Israel; dicha versión generó alarma y fue prontamente desmentida por un alto funcionario de la Cancillería pakistaní, quien negó cualquier plan de enviar armamento y calificó esas informaciones de infundadas

Paralelamente, las fuerzas opositoras iraníes vieron en el conflicto una oportunidad sin precedentes y algunos líderes en el exilio convocaron abiertamente a un levantamiento armado nacional contra el régimen de Teherán: destacaron los llamados de grupos kurdos iraníes históricos como PDKI, Komala o PJAK –que culparon al gobierno teocrático por llevar al país a la guerra y reiteraron la urgencia de derrocarlo– y de sectores monárquicos y republicanos que instaron a la población y a las Fuerzas Armadas a rebelarse para aprovechar la debilidad del régimen

Manifestantes iraníes en el exilio pisotean imágenes de líderes del régimen en señal de desafío; figuras como el ex príncipe heredero Reza Pahlaví declararon que “la República Islámica está en proceso de colapso y solo falta un levantamiento nacional para acabar con esta pesadilla”, proclamando que “ahora es el momento de alzarse y recuperar Irán” e incluso asegurando tener preparado un plan de transición democrática para el día después.

El propio primer ministro israelí Benjamín Netanyahu, si bien afirmó que el objetivo oficial de la ofensiva era eliminar la amenaza nuclear y de misiles iraníes, aprovechó sus mensajes para alentar a los iraníes a que se alcen contra sus gobernantes: en un inusual vídeo dirigido al “orgulloso pueblo de Irán”, Netanyahu les dijo que “ésta es su oportunidad de ponerse de pie y hacer oír su voz” y enfatizó que el régimen de los ayatolás “nunca ha estado tan débil”, llegando a citar el lema opositor “Mujer, Vida, Libertad” de las protestas de 2022. 

La confluencia de un conflicto armado internacional, un posible envío de misiles desde Pakistán a Irán y un llamado interno a la insurgencia generó un clima explosivo, avivando los temores de que Irán pudiera fracturarse desde dentro o que la guerra se extendiera más allá de las fronteras; de hecho, facciones aliadas de Teherán como la milicia iraquí Kataib Hezbolláh advirtieron que atacarían objetivos estadounidenses en la región si Washington intervenía contra Irán, mientras los líderes iraníes, bajo enorme presión, cortaron negociaciones nucleares con Occidente y amenazaron con respuestas “cada vez más severas” conforme continuaran los bombardeos israelíes 

Esta coyuntura inédita –Israel e Irán enfrentados directamente en una guerra abierta, la República Islámica sacudida por llamados a la rebelión interna, y potencias nucleares regionales como Pakistán involucradas tangencialmente– configura una crisis geopolítica de enorme calado, cuyas ramificaciones amenazan la estabilidad regional y global de maneras difíciles de predecir.

Impacto geopolítico y de seguridad internacional

El estallido de hostilidades directas entre Israel e Irán reconfigura dramáticamente el tablero geopolítico de Oriente Medio, debilitando el posicionamiento estratégico de Teherán y alterando el equilibrio de poder regional; con gran parte de la infraestructura militar iraní diezmada por los ataques israelíes y sus principales comandantes abatidos, los países vecinos –incluidos aquellos que mantenían una tensa rivalidad con Irán– perciben una oportunidad para contener definitivamente la influencia iraní, aunque también temen las implicaciones de un posible vacío de poder en ese país. 

La hegemonía militar israelí queda reforzada al demostrar capacidad de golpear en lo profundo del territorio iraní con impunidad relativa, lo que envía un mensaje disuasorio a otros adversarios en la región; sin embargo, el propio gobierno israelí enfrenta dilemas de seguridad, pues aunque oficialmente niega buscar un cambio de régimen en Teherán, en la práctica ve con buenos ojos cualquier desmoronamiento interno del sistema islámico, aun consciente de que una transición caótica podría desatar conflictos sectarios o balcanizar Irán con repercusiones impredecibles. 

En el entorno inmediato, los tradicionales aliados árabes sunitas –como Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos– celebran discretamente el debilitamiento de su archirrival chií pero guardan cautela: por un lado, la eliminación (aunque sea temporal) de la amenaza iraní les ofrece un respiro y podría consolidar un eje informal Riad–Abu Dabi–Tel Aviv frente a las ambiciones regionales de Irán; por otro lado, ningún vecino desea la completa implosión de Irán que podría generar inestabilidad en cascada, oleadas de refugiados y el surgimiento de enclaves ingobernables en sus fronteras. 

El riesgo de proliferación y carrera armamentista también se magnifica: otros estados de la región observarán que Israel llevó a cabo un ataque preventivo exitoso contra el programa atómico iraní, lo que podría empujar a gobiernos como el saudí a acelerar sus propios planes nucleares para no quedar en desventaja estratégica, a la vez que Irán –si sobrevive el régimen actual– tendría más incentivo que nunca para desarrollar un arma nuclear disuasoria tras comprobar que sin ella quedó vulnerable a la agresión extranjera. 

A escala global, esta conflagración plantea serias amenazas a la seguridad internacional, ya que involucra directamente o indirectamente a potencias con armamento nuclear: Israel es un Estado nuclear no declarado y Pakistán lo es abiertamente, de modo que una escalada mal calculada podría desencadenar incidentes gravísimos; aunque Pakistán insiste en que no hay una alianza militar nueva con Irán, el mero rumor de su apoyo misilístico elevó la preocupación en India e Israel, y si hipotéticamente fuerzas israelíes llegaran a atacar un convoy o base pakistaní (ante la sospecha de transferencia de misiles), Islamabad podría sentirse provocado a responder militarmente, algo que todas las partes procuran evitar dada la sombra de la destrucción nuclear. 

Asimismo, la crisis actual socava el ordenamiento de alianzas existente: Rusia y China, aliados de Irán, se ven obligados a posicionarse firmemente en contra de la operación israelí (y por extensión de Estados Unidos), profundizando la brecha con Occidente y trasladando la confrontación de las potencias a un nuevo escenario; Moscú y Pekín temen que una victoria total de Israel y Occidente en Irán reduzca su propia influencia en Oriente Medio, por lo que han condenado en duros términos la violación de la soberanía iraní y podrían brindar apoyo político –e incluso logístico encubierto– a Teherán, incrementando la tensión Este-Oeste. 

En suma, el impacto geopolítico de esta crisis se manifiesta en una posible realineación de fuerzas en Oriente Medio (con Israel afianzando liderazgo militar y los países árabes recalculando sus nexos), en un aumento del protagonismo de actores extrarregionales como Rusia y China tratando de contrarrestar a Estados Unidos, y en un agravamiento de la incertidumbre estratégica global, pues la comunidad internacional vuelve a enfrentar simultáneamente los riesgos de conflictos interestatales convencionales, colapso de estados nacionales y choques indirectos entre superpotencias.

Impacto económico-político global

La conflagración entre Israel e Irán, sumada a la inestabilidad interna iraniana, está teniendo un fuerte efecto perturbador en la economía mundial y en la política energética, exacerbando riesgos que amenazan con frenar la ya frágil recuperación económica global; de inmediato, el precio internacional del petróleo se ha disparado ante el temor de una interrupción en los suministros desde el Golfo Pérsico, ya que Irán es un productor importante y existe el riesgo tangible de que el conflicto afecte el tráfico por el Estrecho de Ormuz –paso por donde circula aproximadamente una quinta parte del crudo mundial–, disparando los costos de energía para países importadores y alimentando presiones inflacionarias generalizadas. 

Los mercados financieros reaccionaron con volatilidad en cuanto estalló la crisis: bolsas de valores de regiones sensibles mostraron caídas significativas, monedas como la libra egipcia sufrieron desplomes récord y los inversionistas buscaron refugio en activos seguros como el oro, reflejando el nerviosismo ante una posible guerra prolongada en una zona clave para el comercio global; en Europa, por ejemplo, el Banco Central Europeo advirtió que el conflicto Israel-Irán añade “riesgos sustanciales difíciles de cuantificar” para el panorama económico de la eurozona, y ha adoptado una postura de extrema cautela en política monetaria ante la posibilidad de que un shock petrolero o un agravamiento de tensiones geopolíticas empeore la ya débil actividad económica del continente. 

Grandes importadores de energía en Asia, como China, India, Japón y Corea del Sur, enfrentan con aprensión las consecuencias de una escalada: la perspectiva de cortes en el flujo de petróleo iraní o de toda la región del Golfo los obligaría a buscar suministros alternativos a precios mucho mayores, encareciendo costos industriales y de transporte, impactando sus balanzas comerciales y potenciando la inflación local; algunos países asiáticos con reservas estratégicas de crudo han comenzado a evaluar liberarlas para amortiguar un posible desabastecimiento, al tiempo que han intensificado discretamente contactos diplomáticos para garantizar que otros productores de la OPEP aumenten producción si la crisis se agrava. 

En paralelo, las sanciones y aislamientos internacionales podrían ampliarse: si bien Irán ya estaba sometido a duras sanciones occidentales, un conflicto abierto y las sospechas de apoyo militar pakistaní podrían llevar a Estados Unidos y la Unión Europea a considerar nuevas medidas punitivas, por ejemplo contra Pakistán (de confirmarse transferencia de misiles) o contra empresas chinas y rusas que intenten asistir a Irán, lo que tensaría aún más las relaciones entre las grandes potencias y podría fragmentar los circuitos comerciales globales en bloques enfrentados. 

La incertidumbre político-económica derivada de la guerra también afecta proyectos de infraestructura y rutas comerciales estratégicas: iniciativas como la Nueva Ruta de la Seda china (que pasa por Irán y Pakistán) encaran retrasos o redireccionamientos si la región se torna insegura, mientras que planes de corredores energéticos alternos –gasoductos y oleoductos terrestres para eludir Ormuz– cobran renovada urgencia en la agenda de países consumidores; incluso se especula que una prolongación de la crisis podría acelerar la transición energética en algunas naciones occidentales, redoblando esfuerzos hacia fuentes renovables para reducir la dependencia de hidrocarburos de zonas volátiles.

Políticamente, el conflicto ha modificado prioridades internacionales: la atención global que antes concentraba la guerra en Ucrania o las tensiones en el Indo-Pacífico se desplazó súbitamente hacia Oriente Medio, forzando a líderes mundiales a involucrarse diplomáticamente y reordenar sus cálculos –por ejemplo, en el G7 de junio en Canadá el tema dominante pasó a ser la crisis iraní, discutiéndose cómo prevenir una conflagración regional y frenar cualquier avance iraní hacia armas nucleares–; este cambio de foco geopolítico ha tenido también implicaciones económicas, pues agendas de cooperación y comercio se ven opacadas por la emergencia de seguridad, y la confianza de consumidores y empresas decae ante el temor de un nuevo conflicto mayor. 

En resumen, la guerra Israel-Irán y la convulsión interna en Irán han impactado negativamente la economía global al encarecer la energía y aumentar la volatilidad financiera, además de incidir en decisiones políticas y estratégicas de alto nivel en torno a sanciones, alianzas comerciales y seguridad energética, configurando un panorama económico-político internacional mucho más incierto y desafiante.

Escenarios prospectivos de la crisis

Diversos escenarios posibles se vislumbran a partir de la evolución de esta crisis, abarcando desde salidas negociadas de mínima escalada hasta desenlaces catastróficos de guerra regional, cada uno con implicaciones muy distintas para Irán, la región y el orden mundial; un primer escenario plausible sería una desescalada negociada a corto plazo, en la cual la intensa presión internacional logra un cese al fuego entre Israel e Irán: en este caso, mediadores como Estados Unidos, Qatar u Omán obtendrían que Irán acepte frenar ciertas actividades sensibles de su programa nuclear a cambio de que Israel detenga los bombardeos –de hecho, se ha reportado que Teherán ha pedido a Qatar, Arabia Saudí y Omán que presionen a Washington para acordar un alto el fuego inmediato a cambio de “flexibilidad” iraní en las negociaciones nucleares–, lo que temporalmente calmaría la situación; este escenario implicaría que el régimen iraní sobrevive debilitado pero intacto, enfrentando luego la tarea de reconstrucción interna y represión de focos rebeldes, mientras Israel proclamaría victoria táctica por el retroceso nuclear de Irán. 

Un segundo escenario contempla una prolongación del conflicto militar sin intervención externa directa, donde Israel continúa su campaña aérea durante semanas tratando de destruir remanentes militares iraníes, e Irán responde con sus capacidades misilísticas hasta agotarlas; en este prolongado intercambio, ambos bandos sufrirían daños: Irán tendría devastación adicional en infraestructura y posible inestabilidad social creciente, pero Israel también pagaría un precio con víctimas civiles (por los misiles iraníes que logren traspasar defensas) y con el costo político de mantener una guerra abierta; finalmente, podría surgir un armisticio tácito cuando Irán se quede sin medios de ataque y la comunidad internacional fuerce detener a Israel, quedando un resultado de “empate violento” donde el régimen iraní queda muy golpeado pero resistiendo en el poder –aunque más aislado y quizá al borde de una crisis humanitaria–, e Israel detiene su ofensiva sin lograr del todo un cambio de régimen en Teherán. 

Un tercer escenario sería el colapso interno del régimen iraní en medio de la guerra: los ataques israelíes, sumados a la grave situación económica y a la insurrección interna incitada por opositores, podrían minar la cohesión de las fuerzas armadas iraníes y provocar deserciones o rebeliones en provincias (especialmente de minorías kurdas, baluchis u otras); esto desembocaría en la caída de la República Islámica, con la posible huida o derrocamiento de los líderes clericales y la formación apresurada de algún tipo de gobierno de transición apoyado por exiliados como Reza Pahlaví o la oposición del CNRI (Consejo Nacional de la Resistencia de Irán); tal desenlace cumpliría quizá las aspiraciones de Israel y Occidente de ver fin al régimen actual, pero abriría enormes interrogantes: podría instaurarse un gobierno pro-occidental que trate de estabilizar el país con ayuda internacional, aunque también existe el riesgo de luchas intestinas entre facciones opositoras (monárquicos, republicanos, grupos étnicos) que fragmenten Irán y requieran incluso una misión de paz de la ONU para evitar una guerra civil. 

En un cuarto escenario ominoso, la crisis podría escalar a un conflicto regional amplio: si Irán, acorralado, opta por atacar a terceros países –por ejemplo lanzando misiles contra refinerías saudíes o bases estadounidenses en el Golfo– en un intento de extender el dolor y forzar una intervención para detener la guerra, entonces es muy posible que Estados Unidos entre directamente en la contienda junto a Israel; un choque militar directo entre Estados Unidos e Irán activaría la participación de los aliados de ambos lados (milicias chiíes en Irak, Hezbollah desde Líbano, tal vez la propia Arabia Saudita y EAU en apoyo a EEUU/Israel), degenerando en una guerra regional múltiple que podría asemejarse a una conflagración generalizada en Medio Oriente con teatros de operaciones en varios países y un grave impacto global (disrupción total del comercio petrolero, llamamientos de yihad contra intereses occidentales, etc.). 

Un quinto escenario extremo contemplaría la utilización de armas de destrucción masiva: este es el peor caso, pero no imposible si la dinámica se descontrola –por ejemplo, si el régimen iraní colapsa y facciones extremistas deciden lanzar armas químicas contra Israel, o si Israel llegara a contemplar el uso de su arsenal nuclear táctico ante una amenaza existencial inminente–; también podría involucrar a Pakistán si, en un escenario extremo, Israel considerase atacar instalaciones nucleares pakistaníes por temor a una transferencia a Irán, lo cual podría disparar una respuesta nuclear pakistaní contra Israel según algunas retóricas especulativas, aunque ese camino sigue siendo altamente improbable dado el tabú nuclear existente. 

Como sexto escenario alternativo, cabe imaginar una sobrevivencia resiliente del régimen iraní a pesar de la devastación: si los líderes iraníes logran sofocar el levantamiento interno con lealtad suficiente de sus fuerzas de seguridad y la guerra con Israel culmina sin un vencedor claro, Teherán podría emerger aún en el poder pero radicalizado, abandonando cualquier intención de acuerdo con Occidente; en tal caso Irán se convertiría en un estado aún más aislado internacionalmente, volcado por completo a la órbita de China y Rusia para su supervivencia, y probablemente duplicando su apoyo a grupos proxy (Hezbollah, milicias iraquíes, hutíes) para hostigar a Israel y a las potencias estadounidenses en la región a largo plazo como venganza diferida, recreando un estado de “guerra fría regional” pero con un Irán empobrecido y militarmente mermado. 

Finalmente, un séptimo escenario podría ser un cambio de régimen controlado con estabilización parcial: en éste, sectores pragmáticos dentro del propio establishment iraní –por ejemplo en el Ejército regular o entre políticos moderados– desplazarían a la línea dura de los ayatolás en un golpe palaciego para salvar al Estado del colapso, acordando luego con la oposición en el exilio un gobierno de unidad nacional temporal; tal salida, aunque compleja, podría contar con el beneplácito tanto de Estados Unidos como de Rusia/China si garantiza continuidad del Estado iraní sin el actual liderazgo, permitiendo negociar un fin de la guerra y la normalización paulatina de Irán; sin embargo, resta por ver si existen aún esas figuras moderadas con suficiente poder e influencia dentro de Irán, tras años de purgas de la Guardia Revolucionaria. 

En síntesis, el abanico de futuros posibles va desde acuerdos precarios de paz hasta guerras de gran escala, pasando por la caída del régimen iraní con sus variantes, lo que demuestra la volatilidad y complejidad de la situación actual, donde un solo incidente o decisión podría encaminar la crisis hacia cualquiera de estos senderos.

Amenazas iraníes: el Estrecho de Ormuz y represalias regionales

Históricamente, uno de los mayores temores en un conflicto con Irán es su amenaza de cerrar el Estrecho de Ormuz, la angosta vía marítima que conecta el Golfo Pérsico con el océano Índico, por donde transita cerca del 20% del petróleo mundial; desde el inicio de la guerra con Israel, voceros y mandos iraníes han insinuado que, si su supervivencia económica se ve comprometida por ataques a sus refinerías y terminales petroleras, Teherán podría bloquear Ormuz como contraataque, recordando al mundo su capacidad de estrangular el flujo energético global. Irán dispone de varias herramientas para intentar este cierre: podría sembrar minas navales en las aguas del estrecho, desplegar sus submarinos diésel y drones submarinos para hostigar a buques tanque, o utilizar sus baterías de misiles antibuque (como los Noor o Khalij Fars) y enjambres de lanchas rápidas armadas del IRGC para amenazar a los navíos que transiten; si bien las fuerzas navales de Estados Unidos y aliados (como la V Flota estadounidense basada en Bahréin) podrían eventualmente reabrir la ruta mediante operaciones de desminado y neutralización de amenazas, incluso un cierre parcial o intermitente tendría consecuencias desastrosas en el corto plazo para el mercado energético mundial, disparando los precios del crudo a niveles récord y deteniendo gran parte de las exportaciones de petróleo de Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos, Kuwait e Irak. 

Los líderes iraníes son conscientes de que cerrar Ormuz equivaldría a “quemar las naves”, pues también bloquearía sus propias exportaciones petroleras, pero en un escenario extremo de ataque existencial contra sus instalaciones petroleras (por ejemplo, si Israel destruyera la isla de Kharg o refinerías clave), podrían verlo como una carta de último recurso para infligir un costo al mundo y presionar por la detención del conflicto; países importadores como Estados Unidos han advertido que no tolerarán tal bloqueo y que usarán la fuerza para mantener libre la navegación en Ormuz, planteando la posibilidad de enfrentamientos directos entre la Armada estadounidense y la iraní si Teherán lleva a cabo esta amenaza. 

Junto a Ormuz, Irán ha amenazado con represalias militares contra países vecinos si éstos facilitan o se unen a los ataques contra su territorio o si consideran que dichos países se aprovechan de su vulnerabilidad; en la mira iraní están sobre todo Arabia Saudita y los Emiratos, rivales regionales a quienes Teherán podría acusar de colaborar encubiertamente con Israel (proporcionando inteligencia o acceso aéreo) o simplemente buscaría castigar por su alineamiento prooccidental: misiles balísticos y drones iraníes podrían ser lanzados contra instalaciones petroleras saudíes –como ocurrió en 2019 cuando un ataque atribuido a Irán y sus aliados hutíes impactó la planta de Abqaiq reduciendo temporalmente la producción saudí–, contra puertos y aeropuertos emiratíes (Dubai y Abu Dabi, centros neurálgicos económicos) o contra bases militares de Estados Unidos ubicadas en Bahrein, Qatar y Kuwait, como forma de “expandir el dolor” y disuadir a terceros de intervenir. Estas eventuales agresiones a terceros países suscitan enorme preocupación regional e internacional: 

Arabia Saudita ya ha desplegado sus sistemas antimisiles Patriot y elevado la alerta de sus fuerzas aéreas, dejando claro que de ser atacada responderá en coordinación con sus aliados, lo que abriría un nuevo frente bélico al sur del Golfo; a su vez, Estados Unidos ha reforzado la defensa de sus bases y advertido a las milicias pro-iraníes en Irak y Siria que cualquier ataque será respondido contundentemente, intentando así contener una escalada horizontal del conflicto. 

Otro vecino a considerar es Turquía, miembro de la OTAN: aunque Ankara oficialmente se opone a los ataques israelíes, tampoco vería con buenos ojos misiles iraníes cayendo cerca de su territorio; Turquía podría invocar consultas de la OTAN si se siente amenazada por un derrame del conflicto, lo que elevaría la dinámica a nivel de la alianza. 

En síntesis, las amenazas iraníes de cerrar el Estrecho de Ormuz o atacar a países vecinos representan estrategias de alto riesgo que Teherán maneja para disuadir ataques a su industria petrolera y para intentar equilibrar un conflicto asimétrico; su materialización desataría respuestas militares internacionales inmediatas y probablemente una escalada de alcance regional o global, por lo que, hasta ahora, Irán las mantiene como advertencias retóricas calculadas –buscando infundir miedo a las consecuencias– más que como acciones realizadas, consciente de que cruzar esos umbrales podría llevar a “una guerra total” en la región que implicaría incluso la intervención abierta de Estados Unidos y sus aliados contra la propia supervivencia del Estado iraní.

Reacciones de los principales actores: Estados Unidos, India, Israel y Pakistán

Estados Unidos, aliado clave de Israel y garante tradicional del orden en el Golfo, ha reaccionado firme pero calibrando cuidadosamente su implicación militar directa; el presidente Donald Trump –quien recién asumió en enero de 2025– condenó vehementemente los ataques iraníes contra poblaciones civiles israelíes y defendió el “derecho de Israel a eliminar la amenaza nuclear iraniana”, pero simultáneamente ha instado a Teherán a que cese sus acciones hostiles para evitar una intervención estadounidense de mayor envergadura. 

En los primeros días del conflicto, Trump dejó entrever su disposición a mediar un acuerdo (“Irán e Israel deberían y harán un trato, pronto” llegó a publicar), recordando su experiencia en pactar treguas como la de India-Pakistán un mes antes; sin embargo, conforme la guerra se intensificó y las víctimas aumentaron, endureció su postura, llegando a exigir la “rendición incondicional” de Irán y afirmando saber el paradero del líder supremo Jameneí –aunque matizando que por ahora no ordenaría su eliminación física.

Washington ha movido activos militares al área: portaaviones estadounidenses y buques de guerra han sido desplegados en el Mar Arábigo para proteger las vías marítimas y disuadir una intervención de terceros, y fuerzas estadounidenses en bases del Golfo y en Irak permanecen en máxima alerta tras las amenazas de milicias proiraníes; no obstante, hasta el momento Estados Unidos no ha participado directamente en los bombardeos en Irán, aunque Trump y su equipo barajan opciones que incluyen unirse a los ataques israelíes contra sitios nucleares iraníes si la situación empeora.

En la arena diplomática, Estados Unidos bloqueó en el Consejo de Seguridad de la ONU cualquier condena específica a Israel, enfatizando que la crisis fue causada por la agresión iraní y su programa nuclear clandestino, y ha coordinado con sus aliados occidentales una respuesta unificada; asimismo, Washington ha enviado municiones avanzadas y apoyo logístico a Israel para sostener su operación y ha advertido a Pakistán de “graves consecuencias” si decide proveer armamento estratégico a Irán, buscando así contener la internacionalización del conflicto. 

Israel, por su parte, se encuentra en estado de movilización plena y con la opinión pública inicialmente unida en torno a la campaña militar contra Irán, percibida como una acción preventiva necesaria para la supervivencia nacional; el gobierno de Netanyahu ha dejado claro que su meta es “desmantelar el programa nuclear iraní y minimizar la amenaza de sus misiles balísticos”, negando que busque ocupar Irán o provocar deliberadamente su colapso interno, aunque varios de sus ministros y aliados han sugerido que la caída del régimen de los ayatolás sería bienvenida como la solución definitiva a la amenaza iraní. 

Las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) han llevado a cabo operaciones de alta intensidad, con hasta 50 cazas golpeando simultáneamente decenas de objetivos en Teherán y otras ciudades, empleando la superioridad tecnológica israelí (drones, municiones de precisión, inteligencia cibernética) para neutralizar defensas iraníes y eliminar líderes clave –entre ellos el general Amir Ali Hajizadeh, jefe del programa de misiles de la Guardia Revolucionaria, y varios de sus principales comandantes–; pese a estos éxitos tácticos, Israel enfrenta un dilema estratégico: prolongar la campaña aérea implica riesgos crecientes (ya ha sufrido al menos 13 muertos civiles por los contragolpes iraníes y sus ciudades viven bajo alarma constante), y la perspectiva de una intervención terrestre en Irán es descartada por considerarse inviable, de modo que Israel confía en infligir suficientes daños desde el aire para forzar un colapso o una capitulación iraní. En el ámbito político interno israelí, el consenso comienza a resquebrajarse a medida que pasan los días de guerra: tras la euforia inicial de asestar un golpe al archienemigo, han surgido voces preocupadas por las “consecuencias de largo plazo e incertidumbres” de esta ofensiva –analistas señalan que Netanyahu podría tener motivaciones personales (enfrenta juicios por corrupción) para emprender esta guerra, lo que siembra desconfianza en parte de la población–, y hay temor de que Israel se esté internando en “terreno desconocido” al perseguir quizás un cambio de régimen en Irán sin tener garantía de lo que vendrá después. 

A nivel externo, Israel ha reforzado la seguridad en todas sus fronteras: mantiene máxima vigilancia en el norte ante la posibilidad de que Hezbollah en Líbano abra otro frente (hasta ahora la milicia libanesa ha permanecido cauta, disuadida por la demostración de fuerza israelí), y coordina con Estados Unidos el monitoreo de cualquier movimiento militar pakistaní o de otros países musulmanes que pudieran complicar la situación. 

Pakistán, que comparte frontera con Irán, ha adoptado una postura delicada intentando equilibrar sus intereses geopolíticos y evitar verse arrastrado al conflicto; Islamabad ha rechazado públicamente como “fabricados” los reportes sobre un supuesto acuerdo para transferir 750 misiles a Irán, enfatizando que no ha habido cooperación militar nueva con Teherán tras el inicio de los ataques israelíes, pero al mismo tiempo ha mostrado cierta simpatía hacia la posición iraniana condenando en duros términos la “agresión israelí” en foros internacionales. 

El gobierno pakistaní, encabezado por el primer ministro Shehbaz Sharif, enfrenta presiones internas y externas: internamente, la población mayoritariamente musulmana observa con indignación los bombardeos sobre un país hermano islámico, lo que obliga a Pakistán a criticar a Israel retóricamente; externamente, sin embargo, Pakistán no puede arriesgarse a enemistarse con sus socios árabes del Golfo (Arabia Saudita, su aliado financiero, desaprobaría un alineamiento demasiado pro-iraní) ni con Estados Unidos, de quien sigue dependiendo para ayuda económica e influencia ante el FMI. 

Por ello, Pakistán ha optado por una estrategia de “alta vigilancia y baja participación”: mantiene a su ejército en estado de alerta máximo –particularmente tras haber tenido un enfrentamiento armado breve con India en mayo, lo que aún los tiene en guardia– y ha incrementado la seguridad en su frontera occidental para prevenir incursiones o infiltraciones en medio del caos, pero evita involucrarse directamente en la guerra; su ministro de Defensa, Khawaja Asif, incluso ha destacado que tras repeler exitosamente la reciente agresión india, Pakistán demostró una fortaleza militar que “hará que Netanyahu piense muchas veces antes de enfrentarse a Pakistán”, marcando una sutil línea roja de disuasión. 

Diplomáticamente, Pakistán afirma estar trabajando con China y países musulmanes para mediar y calmar la situación, abogando por una solución pacífica antes de que el conflicto “engulla a toda la región”, e incluso ha evacuado a sus ciudadanos y al personal no esencial de su embajada en Irán como medida precautoria, temiendo un deterioro mayor. 

India, potencia regional rival de Pakistán y socio cercano tanto de Israel como –en menor medida– de Irán, ha respondido con una calculada neutralidad activa: Nueva Delhi manifestó su “profunda preocupación” por la escalada bélica e instó a “evitar pasos que agraven la situación y volver cuanto antes a la diplomacia”, pero se abstuvo de condenar explícitamente a Israel en foros internacionales, incluso rompiendo filas con China y Rusia al no apoyar una declaración de la Organización de Cooperación de Shanghai (OCS) que censuraba los ataques israelíes. 

Esta posición refleja el delicado balance que India busca mantener: por un lado, tiene “relaciones de amistad y cercanía con ambos países” –Israel es uno de sus mayores proveedores de armamento y un socio tecnológico clave, mientras que Irán fue históricamente un suministrador de petróleo y es geoestratégico por el puerto de Chabahar–; por otro lado, India ve con buenos ojos cualquier revés al eje Pakistán-Irán y desconfía de las intenciones pakistaníes en esta crisis. 

En los días recientes, India evacuó a centenares de sus ciudadanos de Teherán y emitió alertas urgentes recomendando a los indios abandonar Irán y evitar viajes no esenciales a Israel mostrando su prudencia ante escenarios extremos; además, tras trascender rumores del involucramiento pakistaní a favor de Irán, funcionarios indios aprovecharon para recalcar ante sus aliados occidentales el peligro de la proliferación de misiles en la región y la duplicidad de Pakistán, buscando quizás aislar diplomáticamente a Islamabad. Al mismo tiempo, India mantiene comunicación discreta con Israel ofreciéndose para mediar si fuera útil –conserva canales abiertos con Irán también–, y en la ONU ha apoyado llamados genéricos a la moderación sin alinear plenamente con ninguna de las potencias, lo cual le ha permitido conservar su imagen de actor responsable; esta equidistancia no oculta, sin embargo, que estratégicamente India se beneficia de un Irán contenido que ya no pueda armar a grupos hostiles o desestabilizar la región, y de paso observa cómo Pakistán queda bajo escrutinio internacional, algo favorable a los intereses indios. 

Rusia, aunque no estaba listada entre los actores clave solicitados, juega un rol de segundo plano significativo: Moscú ha condenado las acciones israelíes, calificándolas de ilegítimas, y ha ofrecido su apoyo político a Teherán en Naciones Unidas, alineándose con China en la defensa de la soberanía iraní; sin embargo, Rusia también debe manejar cuidadosamente su implicación, pues un involucramiento excesivo en apoyo a Irán podría tensar su propia relación con Israel (con quien mantenía coordinación en Siria) y distraer recursos de la guerra en Ucrania. 

Hasta ahora, el Kremlin ha limitado su reacción a la esfera diplomática y propagandística, acusando a Estados Unidos de estar detrás de la escalada y advirtiendo contra cualquier intervención occidental abierta, pero evitando un choque frontal: no se tienen indicios de que Rusia envíe tropas o equipos militares de emergencia a Irán durante el conflicto, más allá de quizás inteligencia de alerta temprana. Arabia Saudita y las monarquías del Golfo, aunque oficialmente no beligerantes, son actores de relevancia en las reacciones: 

Riad ha condenado también la pérdida de vidas civiles iraníes e instado a un fin inmediato de la guerra, pero su condena a Israel ha sido moderada en comparación con crisis pasadas –una señal de su acercamiento silencioso a Israel–; tras bastidores, los saudíes han coordinado con Washington y han servido de canal para mensajes hacia Irán (ofreciendo mediar si Irán moderaba su postura nuclear), a la vez que pusieron a sus fuerzas en estado de alerta por precaución. 

Los Emiratos y Baréin, que normalizaron relaciones con Israel, se encuentran en posición incómoda: internamente enfrentan cierta presión popular para criticar a Israel, pero temen represalias iraníes si son vistos como cómplices; han reforzado la seguridad en infraestructuras críticas y Baréin –sede de la V Flota de EEUU– ha elevado la protección de ese activo estratégico. 

Turquía ha condenado enérgicamente los bombardeos israelíes contra Irán, solidarizándose con el pueblo iraní, a la par que ofrece sus oficios de mediación; el presidente Erdoğan, no obstante, sigue con atención el movimiento kurdo: ha advertido que no tolerará intentos de los kurdos iraníes de aprovechar el caos para buscar autonomía, e incluso ha incrementado la presencia militar turca cerca de la frontera con Irán y en el norte de Irak (donde se hallan bases de grupos kurdos iraníes), temiendo que un levantamiento kurdo en Irán tenga efecto contagio. 

En suma, los principales actores internacionales han reaccionado según sus propios intereses estratégicos: Estados Unidos apoya a Israel y sopesa intervenir directamente si es preciso pero de momento ejerce presión máxima sin entrar en guerra abierta, Israel persigue implacablemente sus objetivos militares aunque con crecientes dudas internas sobre los costes, Pakistán camina en una cuerda floja negando su involucramiento y tratando de evitar provocaciones, y la India mantiene un delicado equilibrio diplomático mientras refuerza su seguridad, todo ello en medio de las maniobras de fondo de otros estados como Rusia, China, Arabia Saudita, Turquía y los demás, que ajustan sus estrategias a la evolución de este conflicto de amplio alcance.

Impacto en China

La crisis desatada en Irán ha colocado a China –potencia con profundos intereses económicos y estratégicos en Oriente Medio– en una posición de preocupación y activismo cauteloso, tratando de proteger sus inversiones y reputación sin verse arrastrada a un enfrentamiento con Occidente; el presidente Xi Jinping declaró estar “profundamente preocupado” por el conflicto entre Israel e Irán, oponiéndose a “cualquier acción que viole la soberanía y seguridad de otros países” en un claro reproche a los ataques israelíes, y urgió a todas las partes a desescalar lo antes posible, ofreciendo a China como mediador para restaurar la paz y la estabilidad en la región. 

Desde el inicio de la guerra, Pekín ha tomado medidas concretas para salvaguardar a sus ciudadanos y sus intereses: el gobierno chino organizó la evacuación de centenares de nacionales desde Israel e Irán, aconsejándoles salir vía fronteras terrestres seguras (por Jordania, Armenia, etc.) dada la interrupción de vuelos, lo que demuestra tanto su capacidad logística como su percepción de que la situación podría deteriorarse aún más; simultáneamente, el Ministerio de Exteriores chino ha intensificado contactos diplomáticos con Teherán, Tel Aviv, Washington y otras capitales para presionar por un alto el fuego inmediato, llegando a pedir específicamente a países con “influencia especial sobre Israel” que asuman su responsabilidad para enfriar la crisis –una alusión velada a Estados Unidos–. 

El impacto en los intereses económicos chinos en Irán es significativo: bajo el acuerdo estratégico de 25 años firmado en 2021, China se comprometió a invertir decenas de miles de millones en sectores energéticos e infraestructuras iraníes, y a cambio aseguraría suministros de petróleo; ahora, con la industria petrolera iraní bajo amenaza de bombas y la posibilidad de colapso político, esas inversiones chinas enfrentan gran incertidumbre, lo que preocupa a Pekín que contaba con Irán como pieza importante de su Iniciativa de la Franja y la Ruta. Además, la interrupción potencial del flujo de petróleo del Golfo Pérsico es un escenario pesadillesco para China: 

Siendo el mayor importador mundial de crudo, China depende en gran medida de los suministros de Arabia Saudita, Irán, Irak y Emiratos, por lo que la prolongación de la guerra (y peor aún, un cierre del Estrecho de Ormuz) amenazaría directamente su seguridad energética; conscientes de ello, las autoridades chinas han evaluado planes de contingencia, como el empleo de sus reservas estratégicas de petróleo para amortiguar choques de precio, diversificar compras hacia Rusia u otros proveedores en caso de emergencia, e incluso desplegar buques navales en convoy para proteger petroleros chinos si la situación en Ormuz se volviese crítica, aunque esto último solo ocurriría en un escenario extremo de vacío de seguridad. 

En el terreno geopolítico, la crisis ofrece a China tanto desafíos como oportunidades: por un lado, la confrontación ha tensado la relación de Pekín con Israel, país con el que tenía lazos económicos crecientes (inversiones tecnológicas, etc.), ya que China se ha alineado más cerca de Irán diplomáticamente –liderando, por ejemplo, la condena en la OCS a los ataques israelíes–, lo cual podría dificultar las relaciones chino-israelíes a corto plazo; por otro lado, China ve reforzada su imagen en el mundo en desarrollo como una potencia razonable que aboga por la solución pacífica y el respeto a la soberanía, en contraste con la percepción de intervencionismo occidental –de hecho, la narrativa oficial china culpa a Estados Unidos de instigar el conflicto al apoyar a Israel, y presenta a Pekín como factor de estabilidad–. 

Asimismo, China podría capitalizar diplomáticamente si logra mediaciones exitosas: tras haber mediado la reconciliación entre Irán y Arabia Saudita meses atrás, un rol activo en poner fin a la guerra actual elevaría su prestigio como mediador global, quizás facilitando incluso un liderazgo alternativo al de Washington en la región. 

Un aspecto crucial es que China quiere evitar a toda costa que la guerra en Irán descarrile sus otros proyectos estratégicos: por ejemplo, el Corredor Económico China-Pakistán (CPEC) que pasa cerca de la frontera iraní podría verse amenazado si la inestabilidad se propaga, o las rutas de la Nueva Ruta de la Seda hacia Turquía y Europa vía Irán quedarían truncadas; por ello, Pekín ha mantenido consultas cercanas con Islamabad para asegurar que Pakistán no se involucre militarmente (agradeciendo de hecho la prudencia pakistaní) y con Moscú para coordinar posturas en la ONU que busquen frenar la conflagración. 

En términos militares, aunque China ha incrementado su perfil en Oriente Medio (por ejemplo, realizando ejercicios navales conjuntos con Rusia e Irán en el Índico en años recientes), en esta coyuntura ha mantenido un bajo perfil castrense limitándose a rescatar a sus ciudadanos; es improbable que China intervenga militarmente salvo que sus intereses directos sean atacados, pero sí podría aumentar su apoyo encubierto a Irán enviándole suministros duales o tecnología de comunicaciones para sortear el apagón impuesto por la guerra, todo con discreción para no antagonizar abiertamente a Occidente. 

En conclusión, el impacto de la crisis en China se manifiesta en una intensificación de su acción diplomática pro-paz, un refuerzo de sus lazos con Irán y el mundo musulmán a nivel retórico, la protección de sus intereses energéticos y proyectos estratégicos ante un escenario volátil, y un delicado juego de balances para mantener su imagen de potencia responsable sin ceder terreno en la rivalidad geopolítica con Estados Unidos en medio de esta grave convulsión en Oriente Medio.

Impacto en Europa

La guerra súbita entre Israel e Irán, junto con la posibilidad de un levantamiento revolucionario en Irán, ha dejado a Europa ante un complejo desafío estratégico y económico, forzando a sus líderes a reaccionar en medio de preocupaciones por la estabilidad regional, la seguridad energética y las dinámicas diplomáticas globales. 

Desde el primer momento, la Unión Europea y las principales potencias europeas hicieron un llamado unánime a la moderación y la vuelta a la diplomacia, condenando la escalada de violencia y lamentando las víctimas civiles, pero manteniendo un tono equilibrado: tanto Londres como París y Berlín evitaron respaldar plenamente los ataques preventivos de Israel –recordando la necesidad de respetar el derecho internacional humanitario– a la par que reiteraron que Irán no debe jamás adquirir armamento nuclear, reflejando así la postura europea tradicional de “doble contención” (contener las amenazas de Irán pero también las acciones unilaterales excesivas de otros actores). 

En la práctica, Europa se ha visto algo relegada diplomáticamente, actuando más como “voz de conciencia” que como actor con influencia directa sobre las partes: altos funcionarios europeos como el presidente francés Emmanuel Macron y el alto representante de la UE Josep Borrell han insistido en llamados urgentes a la desescalada y han ofrecido facilidades para reanudar negociaciones nucleares en cuanto cese el fuego, pero reconocen que las decisiones cruciales las están tomando Washington, Tel Aviv y quizás Moscú/Pekín; aun así, Macron tomó la iniciativa de hablar tanto con Trump como con el presidente iraní Masoud Pezeshkian, intentando salvar aunque sea fragmentos del marco negociador del acuerdo nuclear (JCPOA) y sugiriendo la posibilidad de incentivos económicos a Irán si detiene el enriquecimiento de uranio una vez concluidos los ataques. 

El impacto en la seguridad europea es indirecto pero palpable: la OTAN ha intensificado la vigilancia de su flanco sur y este, no porque se prevea una agresión directa, sino por la posibilidad de externalidades de la guerra –como flujos migratorios masivos desde Irán si colapsa el régimen, o el riesgo de terrorismo–; agencias de inteligencia europeas están en alerta ante la potencial activación de células durmientes iraníes o de Hezbollah en suelo europeo como represalia (dado que en el pasado hubo atentados vinculados a Irán en Europa), y se han reforzado las medidas de seguridad en torno a comunidades judías e iraníes exiliadas en ciudades europeas para prevenir incidentes. En el ámbito energético, Europa afronta con inquietud el posible golpe a sus suministros de petróleo y gas: si bien desde la guerra de Ucrania muchos países europeos redujeron su dependencia de la energía rusa sustituyéndola en parte con mayores importaciones del Golfo, ahora ese puente energético puede volverse frágil; un cierre de Ormuz o una extensión de la guerra a los países árabes haría peligrar el flujo estable de petróleo a Europa y dispararía aún más los precios de combustibles y electricidad, complicando la lucha contra la inflación que ya aqueja al continente –de hecho, el Banco Central Europeo mencionó expresamente que el conflicto Israel-Irán añade riesgos significativos para la economía europea. 

Por otro lado, ciertos países mediterráneos como Grecia, Chipre o Italia están previendo rutas alternas de transporte marítimo y refuerzo de inventarios energéticos por precaución; asimismo, Noruega y otros productores cercanos podrían aumentar algo su bombeo para paliar escaseces, pero los márgenes son limitados. 

Políticamente, la crisis ha reavivado debates en Europa: algunos sectores critican que la UE quede una vez más “al margen” de resolver un conflicto importante en su vecindad ampliada, llamando a desarrollar más autonomía estratégica para mediar en futuras crisis sin depender de Washington; otros recalcan que la prioridad europea debe seguir siendo la cohesión frente a la amenaza rusa en Ucrania, advirtiendo que Moscú podría aprovechar que Occidente distrae recursos y atención hacia Irán (por ejemplo, temen que Putin intensifique operaciones en Ucrania confiando en una menor respuesta occidental durante la crisis en Medio Oriente). 

También se han abierto fisuras en la opinión pública europea: mientras gobiernos se posicionan con prudencia, en las calles ha habido manifestaciones tanto de apoyo a la población civil iraní bajo bombas como protestas condenando al régimen iraní por su represión –la diáspora iraní en Europa es numerosa y activa, y ha organizado mítines pidiendo a la UE que no negocie con el “régimen asesino” y apoye la lucha del pueblo iraní–; estos clamores podrían presionar a líderes europeos a adoptar una línea más dura contra Teherán si la represión interna allí se intensifica, por ejemplo cortando definitivamente cualquier expectativa de restablecer el acuerdo nuclear mientras siga el actual gobierno iraní. 

En el marco de los organismos europeos, tanto la OTAN como la propia UE han preparado planes de contingencia: la OTAN, aunque Israel no es miembro, tiene socios clave en la zona (Turquía, que es aliado y podría invocar consultas si se sintiera amenazada, e incluso Estados Unidos si se viera atacado en bases del Golfo); de hecho, la posibilidad teórica de un choque OTAN-Irán existe si, por ejemplo, una acción iraní dañara territorio turco –en cuyo caso los aliados tendrían que deliberar una respuesta–, razón por la cual la Alianza sigue de cerca la evolución. La Unión Europea, por su parte, se coordina con la ONU para preparativos humanitarios: ACNUR y Estados miembros se alistan ante un potencial éxodo de refugiados iraníes, definiendo cuotas de acogida si hiciera falta, y la Comisión Europea ya destinó fondos de emergencia para asistencia en Medio Oriente en caso de desastre humanitario. 

En síntesis, el impacto de la crisis en Europa se manifiesta en una intensa preocupación diplomática y de seguridad, esfuerzos por mitigar su efecto en la economía (especialmente en la energía), y una reflexión interna sobre el papel de Europa en un mundo donde conflictos de gran escala pueden estallar con poca capacidad de prevención por su parte; a corto plazo, Europa busca apoyar iniciativas de paz y evitar cualquier escalada que la involucre, preparándose al mismo tiempo para amortiguar las ondas expansivas que esta guerra a miles de kilómetros puede generar en su propio territorio.

Impacto en América Latina

Aunque América Latina se encuentra lejos geográficamente del epicentro del conflicto, los acontecimientos en Irán y el Medio Oriente han repercutido en la región de diversas formas, tanto en el plano económico como en el político-diplomático, poniendo a prueba la política exterior de varios países latinoamericanos. 

Económicamente, la principal transmisión del impacto es a través de los precios de la energía y los granos: la guerra Israel-Irán ha contribuido a encarecer el petróleo en los mercados internacionales, lo cual afecta negativamente a las economías importadoras netas de hidrocarburos en Latinoamérica –por ejemplo, países de Centroamérica y el Caribe que dependen de combustibles importados han visto aumentar sus costos de generación eléctrica y transporte, presionando al alza la inflación local–; en contraste, naciones exportadoras de petróleo como Venezuela o México podrían beneficiarse de precios más altos de crudo, aunque en el caso venezolano su capacidad de aprovecharlo está limitada por sanciones y por la declinación productiva. 

Los gobiernos latinoamericanos han debido reajustar sus previsiones fiscales y de crecimiento ante la volatilidad externa: bancos centrales de la región observan con atención la posible subida de los precios energéticos y de materias primas agrícolas (ya que cualquier conflicto en Oriente Medio a veces encarece también el trigo, maíz u otros productos por razones especulativas o de fletes), evaluando si deberán prolongar políticas monetarias restrictivas para contener la inflación, en un momento en que varias economías latinoamericanas apenas comenzaban a recuperarse post-pandemia. 

En el ámbito político y diplomático, las reacciones en América Latina al conflicto han estado divididas según las afinidades ideológicas de cada gobierno: los países con gobiernos de izquierda y tradicionales posturas antiestadounidenses han expresado un respaldo más o menos abierto a Irán y una condena a Israel por sus “bombardeos ilegales”; Cuba, Venezuela, Nicaragua y Bolivia, por ejemplo, emitieron comunicados denunciando la “agresión sionista-imperialista” contra la soberanía iraní y solidarizándose con Teherán, en línea con su histórico alineamiento con Irán como nación “revolucionaria” opuesta a Estados Unidos. En Venezuela, el presidente Nicolás Maduro fue particularmente estridente, acusando a Washington de estar detrás del conflicto y ofreciendo “toda la cooperación energética posible” a Irán para burlar el embargo, lo que implica que Caracas podría intentar enviar crudo a Irán o intercambiar suministros –estos gestos simbólicos reafirman la alianza Caracas-Teherán, aunque su impacto práctico es limitado. 

Por otro lado, las principales democracias latinoamericanas adoptaron posturas más moderadas: Argentina, Brasil y México llamaron a un cese de hostilidades inmediato y al diálogo, sin tomar partido abiertamente; Argentina tiene una historia dolorosa con el terrorismo ligado a Irán (atentados de Buenos Aires en los 90) y actualmente un gobierno moderado que condenó tanto los ataques a civiles israelíes como la posibilidad de que Irán adquiera armas nucleares, abogando por el respeto al derecho internacional –de hecho, Buenos Aires reforzó la seguridad en sinagogas e instituciones israelíes por precaución ante la situación–. 

Brasil, bajo el presidente Lula da Silva, buscó equilibrar su tradicional liderazgo no alineado: Lula lamentó la guerra y ofreció a Brasil como sede de negociaciones de paz, al tiempo que criticó la estrategia israelí de ataque preventivo como “peligrosa e inaceptable”, manteniendo así su perfil de mediador global que busca soluciones dialogadas; no obstante, Brasil también enfrenta dilemas, pues forma parte del BRICS junto a China y Rusia que apoyan a Irán, pero no querría enemistarse con Estados Unidos –Lula ha privilegiado una tercera vía, insistiendo en la creación de un “grupo de países amigos” que promueva la paz en Medio Oriente, similar a lo que propuso para Ucrania–. 

México, por su parte, se apegó a su doctrina Estrada de no intervención: el presidente mexicano hizo llamados genéricos a la paz y a evitar acciones unilaterales, sin entrar en condenas específicas, y ofreció ayuda consular para ciudadanos mexicanos en la zona de conflicto. En foros multilaterales, América Latina se ha dividido en votaciones relativas a la crisis: en la OEA, por ejemplo, un intento de resolución de apoyo a Israel fracasó por la oposición de países del ALBA, mientras que en la ONU, muchos estados latinoamericanos suscribieron declaraciones del Movimiento de No Alineados pidiendo respeto a la soberanía de Irán y el fin de los ataques, reflejando la influencia histórica de no alineación en la región. 

Seguridad y potencial amenaza: si bien no es central, las agencias de inteligencia latinoamericanas monitorean la posible actividad de redes extremistas ligadas a Irán en la región; existe preocupación particularmente en Argentina, Brasil y Paraguay por la llamada Triple Frontera, donde operan comunidades de origen libanés e iraní, algunas con vínculos financieros con Hezbollah. Ante la guerra, se teme que células durmientes pudieran intentar represalias contra intereses israelíes o judíos en América Latina (recordando los atentados a la AMIA y la embajada de Israel en Argentina en el pasado); por ello, varios países han reforzado discretamente la vigilancia antiterrorista, aunque hasta ahora no hay amenazas concretas conocidas. 

Otra dimensión es la migratoria: de escalar aún más el conflicto o colapsar Irán, podría darse un éxodo de iraníes buscando refugio en cualquier lugar del mundo, incluyendo Latinoamérica; países como Uruguay o Argentina, con tradición de recibir refugiados, ya evalúan la posibilidad de tramitar solicitudes de asilo humanitario de iraníes perseguidos (especialmente de minorías o disidentes) en caso de que la situación derive en represiones masivas. 

Por último, la crisis también ha repercutido en la retórica política interna latinoamericana: en naciones como Chile o Colombia, la izquierda más radical ha utilizado el conflicto para criticar las políticas de Estados Unidos y advertir contra alineamientos con Washington, mientras la derecha lo ha esgrimido como ejemplo de las amenazas globales que justifican relaciones estrechas con Estados Unidos e Israel; así, el conflicto lejano alimenta narrativas locales sobre política exterior y soberanía. 

En resumen, América Latina resiente la crisis de Irán sobre todo vía mercados energéticos e inclinaciones diplomáticas, con gobiernos divididos entre la solidaridad antiimperialista hacia Irán en algunos casos y la llamada a la paz sin alineamientos en otros; la región observa con la esperanza de que la conflagración se contenga, consciente de que un Medio Oriente en llamas trae volatilidad económica que no conviene a nadie y de que en el mundo interconectado actual ningún continente está totalmente al margen de las grandes crisis internacionales.

Impacto en organismos internacionales: ONU y OTAN

El estallido del conflicto Israel-Irán ha activado de inmediato los mecanismos y debates en los principales organismos internacionales, poniendo a prueba la capacidad de la diplomacia multilateral para manejar una crisis de alta intensidad. En las Naciones Unidas, el Consejo de Seguridad se reunió de urgencia a petición de Irán apenas iniciados los bombardeos israelíes, evidenciando rápidamente la división entre las potencias mundiales: Estados Unidos, miembro permanente con derecho a veto, bloqueó cualquier resolución que condenase explícitamente a Israel, mientras 

Rusia y China se opusieron a cualquier declaración que no censurara enérgicamente las acciones israelíes; así, el Consejo quedó paralizado sin poder emitir más que llamados generales a la contención. El Secretario General de la ONU, António Guterres, adoptó un tono firme exigiendo el fin de la escalada: condenó los ataques a instalaciones nucleares en Irán por el grave riesgo que suponen e instó a “la máxima moderación” a todas las partes, subrayando que una confrontación mayor podría tener consecuencias “catastróficas para la paz mundial”; Guterres mantuvo comunicaciones directas con el ministro de Exteriores iraní y con autoridades israelíes, ofreciendo los buenos oficios de la ONU para mediar un cese al fuego, pero reconociendo la dificultad mientras no haya voluntad política de las partes. 

La Asamblea General de la ONU, donde no existe el veto, se convirtió en un foro activo sobre la crisis: el Movimiento de Países No Alineados impulsó una resolución de emergencia –apoyada por decenas de estados de Asia, África y Latinoamérica– condenando “la agresión contra la República Islámica de Irán” y demandando un cese inmediato de hostilidades, texto que fue aprobado por mayoría simple pero rechazado por los países occidentales, evidenciando la fractura discursiva global. 

Paralelamente, agencias especializadas de la ONU han sido movilizadas: el Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) expresó grave preocupación por los ataques a instalaciones nucleares iraníes, advirtiendo que aunque no hay indicios de fuga radioactiva hasta ahora, cualquier golpe a plantas nucleares podría violar los principios de seguridad nuclear y derivar en contaminación –el OIEA ha pedido a Israel máxima cautela y a Irán cooperación para verificar la integridad de sus sitios, pero la situación de guerra dificulta las inspecciones–. 

La Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de la ONU (OCHA) comenzó a preparar planes de respuesta ante un eventual desastre humanitario en Irán: aunque Irán es un país de renta media, bombardeos prolongados podrían generar desplazamientos internos masivos y necesidad de ayuda internacional; en este sentido, se ha discutido la posibilidad de corredores humanitarios si la situación en Teherán y otras ciudades empeora, pero actualmente no existe acuerdo para su implementación. 

La OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte), si bien no es parte directa del conflicto –dado que Israel no es miembro–, ha seguido con suma atención la crisis y ha tomado medidas preventivas en el marco de la seguridad colectiva: los embajadores del Consejo del Atlántico Norte se reunieron en Bruselas para analizar los posibles escenarios, especialmente considerando a Turquía, único país miembro de la OTAN limítrofe con Irán; Ankara informó a la Alianza de su evaluación de la situación, y aunque no ha invocado el Artículo 4 (consultas por sentirse amenazada), la OTAN incrementó la vigilancia aérea en el flanco sur (posiblemente mediante aviones AWACS) y el intercambio de inteligencia entre aliados sobre movimientos de misiles o actividades navales en la región del Golfo. Estados Unidos, líder de la OTAN, mantuvo informados a sus aliados europeos de sus deliberaciones respecto a una posible acción militar: 

Washington consultó extraoficialmente con Reino Unido, Francia y Alemania sobre el escenario de intervenir junto a Israel contra objetivos iraníes, encontrando apoyo británico condicional (Londres movilizó discretamente activos navales hacia el Índico) y mayor cautela francesa y alemana que prefieren agotar vía diplomática; en todo caso, la coordinación transatlántica se ha mantenido estrecha, con la OTAN sirviendo de espacio para alinear posturas en caso de escalada. Cabe mencionar que la crisis también resonó en otras alianzas y organismos: por ejemplo, la OTSC (alianza militar postsoviética liderada por Rusia) y la OCS (Organización de Cooperación de Shanghai) respaldaron a Irán políticamente, mientras que la Liga Árabe y la Organización de Cooperación Islámica (OCI) convocaron reuniones extraordinarias; en la OCI, Turquía, Irán (miembro) y países árabes acordaron condenar los ataques israelíes y exigir su fin, aunque el comunicado final fue matizado por la influencia de países como Emiratos o Arabia Saudita que no quisieron un tono extremadamente duro contra Israel.

No obstante, centrándonos en ONU y OTAN, se observa que la eficacia de estos organismos para resolver la crisis ha sido limitada: la ONU se ve maniatada por la rivalidad entre grandes potencias en el Consejo de Seguridad, reducida a llamados humanitarios, y la OTAN se prepara para contingencias pero procura no involucrarse a menos que algún aliado sea atacado; de fondo, la crisis ha reavivado críticas sobre la parálisis del sistema multilateral ante conflictos entre potencias o sus aliados, resaltando la urgencia de reformas pero también la realidad de que, mientras no haya consenso entre los miembros permanentes del Consejo de Seguridad, la ONU difícilmente puede detener una guerra en curso. 

Con todo, estos organismos internacionales siguen siendo relevantes: la ONU brinda el marco legal y moral en el cual la mayoría de países exige contención (aunque sea ignorado por los beligerantes principales), y la OTAN provee la garantía de que, si la conflagración por desgracia tocara territorio de un aliado, habría una respuesta colectiva; afortunadamente, hasta ahora el conflicto se ha circunscrito a Israel e Irán, y la comunidad internacional, a través de la ONU, continúa explorando vías para una solución negociada, mientras la OTAN permanece vigilante para que la guerra no se extienda más allá de donde ya ha hecho estragos

AUTOR: MIGUEL JOAQUÍN TOLEDO SUBIRANA

FUENTES:

 https://abc3340.com/news/nation-world/the-latest-death-toll-grows-as-israel-and-iran-trade-attacks-for-third-day-06-15-2025

https://www.huffingtonpost.es/global/netanyahu-apunta-objetivo-ultimo-ataquean-caer-ayatolas.html#:~:text=lo%20que%20aumenta%20el%20miedo,los%20ayatol%C3%A1s%20de%20alguna%20manera

https://abc3340.com/news/nation-world/the-latest-death-toll-grows-as-israel-and-iran-trade-attacks-for-third-day-06-15-2025

https://www.kurdishpeace.org/research/security-and-defense/israel-iran-war-how-will-kurdish-actors-respond/#:~:text=Kurdish%20opposition%20parties%20have%20responded,%E2%80%9D

https://radiocruzdeleje.com.ar/a-nota/166154/el-ex-principe-heredero-de-iran-llamo-a-un-levantamiento-popular-contra-el-regimen-persa-es-el-momento#:~:text=%E2%80%9CLa%20Rep%C3%BAblica%20Isl%C3%A1mica%20ha%20llegado,de%20una%20vez%20por%20todas%E2%80%9D

https://www.reuters.com/world/middle-east/iran-tells-un-strikes-israel-are-self-defense-2025-06-16/#:~:text=Israel%20launched%20its%20air%20war,has%20since%20retaliated%20against%20Israel

https://www.arabnews.com/node/2604865/pakistan

https://radiocruzdeleje.com.ar/a-nota/166154/el-ex-principe-heredero-de-iran-llamo-a-un-levantamiento-popular-contra-el-regimen-persa-es-el-momento#:~:text=Por%20su%20parte%2C%20Trump%2C%20quien,decisi%C3%B3n%20de%20ordenar%20su%20asesinato

https://www.aljazeera.com/news/2025/6/16/why-india-refused-to-join-sco-condemnation-of-israels-attacks-on-iran#:~:text=%E2%80%9CIndia%20enjoys%20close%20and%20friendly,possible%20support%2C%E2%80%9D%20the%20statement%20noted

https://timesofindia.indiatimes.com/india/israel-iran-conflict-india-starts-evacuating-students-from-iran-100-reach-armenia-border/articleshow/121894115.cms#:~:text=India%20starts%20evacuating%20students%20from,within%20Iran%20for%20their%20safety

https://www.reuters.com/world/china/chinese-embassy-israel-urges-citizens-leave-2025-06-17/#:~:text=EVACUATIONS

https://www.washingtonpost.com/world/2025/06/12/israel-attacks-iran-tehran-explosions/


martes, 17 de junio de 2025

ISRAEL VS IRAN: WHEN WAR REDESIGNS THE INTERNATIONAL ORDER




The State of Israel launched a high-precision surgical strike against Iranian nuclear facilities, marking the beginning of a direct confrontation with an enemy that, for decades, had operated through proxies and proxy wars. The operation, planned for years by Israeli intelligence services, was activated upon confirming that Iran was only weeks away from developing an operational nuclear bomb. The tacit approval of the United States, conditioned on the preservation of its strategic interests, enabled Israel to act without direct coordination but with diplomatic backing.

The strike completely destroyed the nuclear facilities in Natanz and Isfahan, leaving Fordow intact, an underground uranium enrichment center inaccessible to Israeli F-35s, revealing an operational limitation that could only be overcome through U.S. intervention using B-2 bombers. The blow was not only physical but also decapitating, as it eliminated the top commanders of the Revolutionary Guard and key scientists from the nuclear program, thanks to Mossad networks activated within Iranian territory itself.

Iran's response, delayed and disorganized, exposed a military structure incapable of reacting in real time. During the first hours, Iran neither activated its defenses nor carried out counterattacks, a paralysis attributed to the sudden loss of its strategic leadership. Later, it launched an offensive that included 100 drones and a barrage of ballistic missiles, only a fraction of which struck Tel Aviv and Rishon LeZion, causing material damage and few casualties. Though symbolically relevant, this response lacked military effectiveness.

The air war between Israel and Iran represents the first direct conflict between the two states since 1973 and has redefined the operational theater in the Middle East. Israel managed to nullify Iran’s air capabilities and destroy its anti-aircraft defenses thanks to prior intelligence and internal sabotage. This allowed the Israeli Air Force to operate with tactical freedom—at least temporarily—within enemy territory.

However, the economic toll has been immense. The State of Israel faces debt exceeding $60 billion and a partial paralysis of its internal economy, worsened by the constant threat of missile attacks and the disruption of key productive activities. Iran, on the other hand, was exposed as an overinflated regional power, dependent on warmongering rhetoric it cannot sustain on the battlefield.

Its proxy network—including Hezbollah, Hamas, and the Houthis—has been fragmented or neutralized. Lebanon has been completely disabled as a launch platform, Syria is under new leaderships seeking agreements with Israel, and Iraq has ceased militia operations. Yemen, although still hostile, now operates with fear and lacks the boldness it showed in previous months.

On the international stage, the Sunni Arab countries—formerly Israel’s adversaries—have remained silent or have even expressed tacit support. Saudi Arabia, Egypt, the United Arab Emirates, and Jordan have neither mobilized troops nor issued strong condemnations of Israel, fully aware that an Israeli victory neutralizes a Shiite regime that has consistently undermined regional stability and their own economic interests, as occurred with the 2017 Iranian attack on Aramco’s oil pipelines.

Russia, while a partial ally of Iran, currently lacks the economic and military capacity to intervene decisively. Its war in Ukraine has drained its resources and international influence. Although President Putin maintains communication with actors on both sides, he lacks the logistical and political bandwidth to exert meaningful influence in this conflict. China watches cautiously, focused on its energy interests, yet avoids taking a direct stance, wary of being drawn into a confrontation that could jeopardize its trade or global standing.

From an eco-political perspective, the partial destruction of Iran’s nuclear program offers temporary relief to global oil markets, though volatility remains a risk should Iran attempt to close the Strait of Hormuz or target regional energy infrastructure. Such actions could spike crude prices and provoke a global energy crisis, yet Iran’s current weakness makes it unlikely to carry out such a maneuver without triggering its own strategic collapse.

The figure of Netanyahu has emerged strengthened domestically. Although he was the acting prime minister during the October 7th attack, he is now also the one who led the most audacious national defense operation in half a century. His political maneuvering has been precise: he avoided the collapse of his coalition, neutralized motions of no confidence, and repositioned himself as an indispensable leader ahead of the 2026 elections. Military success now serves as a shield against judicial proceedings and internal criticism.

Israel has redefined the concept of deterrence. The international community, including its historical detractors, must now recognize Israel’s ability to operate surgically, integrate human intelligence with technological precision, and respond with moral restraint in the face of existential threats. The warning to Iran has been clear: if Israeli civilians are attacked, critical infrastructure in Iran will be targeted in response. That red line redefines the rules of engagement.

The war is not over. Fordow has not yet been destroyed, nor has Iran’s missile capability been fully eliminated. The United States may soon enter the conflict more directly if its own interests are threatened, such as nuclear attack risks or jihadist incitement within its borders. This would escalate the conflict to a multilateral level.

Global stability now depends on Iran’s next moves and on the degree of diplomatic and military pressure that world powers are willing to exert on Tehran to stop its nuclear ambitions.

Israel must sustain its superiority with a dual strategy: maintain military deterrence and consolidate an international narrative that dismantles the victimization discourse promoted by Tehran. This will require sustained diplomatic efforts, intelligent management of regional alliances, and containment of global public opinion, increasingly vulnerable to psychological and media manipulation operations.

The conflict has revealed the new forms of modern warfare. Cyberattacks, infiltration of agents within enemy territory, narrative warfare, internal sabotage, neutralization of strategic infrastructure, the use of artificial intelligence for ballistic tracking and surveillance, have all been part of the silent arsenal in this confrontation. Israel has demonstrated that it is prepared for this invisible war, while Iran has been left as an ossified, reactive state, more rhetorical than operational.

In this scenario, traditional alliances are no longer the same. The new logic of global blocs now moves around energy interests, deterrence capacities, technological leadership, and religious dynamics, without the automatic alignments typical of the 20th century. Every country is reassessing its support based on economic costs, internal pressures, and opportunities for geostrategic repositioning. Israel has capitalized on this new dynamic with cold precision and effectiveness.

Despite its overwhelming strength, Israel faces a strategic dilemma: if it fails to completely annihilate Iran’s nuclear program, the war may amount to only a partial victory — dangerous, costly, and potentially short-lived. If Iran manages to rebuild Fordow or secure clandestine assistance from third-party actors, the conflict could become chronic, draining Israeli resources and forcing the permanent militarization of the state apparatus.

In Latin America, the consequences of this war are also being felt. Governments allied with Iran, such as Venezuela, Bolivia, and Nicaragua, have issued statements of support, while Brazil, Colombia, Chile, and Argentina have adopted an ambiguous stance, invoking international law without directly condemning Israel. In response, Israel is considering reactivating diplomatic networks and economic alliances to isolate regimes that support Tehran. At the same time, Shiite groups present in the region could be activated to carry out destabilization operations or targeted attacks against Israeli or Jewish interests.

Europe finds itself divided. While Germany, France, and the United Kingdom condemned the escalation but reaffirmed Israel’s right to defend itself, countries such as Spain, Ireland, and Belgium are pushing for an immediate ceasefire and a multilateral diplomatic solution. This European divide exposes a structural weakness in the EU’s foreign policy that may be exploited by regional actors like Turkey or Russia to undermine Atlantic cohesion.

That diplomatic fracture also reveals a crisis of values on the European continent, where the principle of sovereign defense clashes with constant pressure for multilateral solutions that often do not guarantee real security. While some prioritize containing the conflict for fear of global escalation, others understand that passivity in the face of a nuclear threat only paves the way for proliferation. This divergence, combined with Europe’s energy vulnerability vis-à-vis third-party suppliers, could provoke a reshuffling of leadership within the Union itself.

The religious dimension of the conflict cannot be ignored either. Israel has deliberately avoided attacking sacred sites or areas of high Shiite sensitivity, knowing that a religious escalation could unite actors who are currently divided for geopolitical or pragmatic reasons. However, the moral blow suffered by the Iranian theocracy — being outmatched both technically and militarily — could transform into a martyrdom narrative, mobilizing radicals and loyalists from Lebanon to South America.

Jewish communities in the diaspora are raising their alert levels. Community centers, schools, religious institutions, and Israeli businesses are being monitored for potential reprisals by cells linked to Iran or radicalized groups present in Europe, Latin America, or Central Asia. Intelligence services are working in coordination with allied agencies to prevent targeted attacks or sabotage, while diplomatic protection is being reinforced at embassies, consulates, and Israeli missions abroad.

The conflict has gone beyond a regional clash and now serves as a core point of global tension where technology, faith, ideology, sovereignty, and economics intersect. The final outcome of this war will not depend solely on Israel’s military superiority but on its ability to sustain that superiority in a context of prolonged attrition, growing diplomatic pressure, and constant risk of asymmetric reactivation.

That diplomatic fracture also reveals a crisis of values on the European continent, where the principle of sovereign defense clashes with constant pressure for multilateral solutions that often do not guarantee real security. While some prioritize containing the conflict for fear of global escalation, others understand that passivity in the face of a nuclear threat only paves the way for proliferation. This divergence, combined with Europe’s energy vulnerability vis-à-vis third-party suppliers, could provoke a reshuffling of leadership within the Union itself.

Post-war scenarios are already beginning to take shape, anticipating a structural reordering of the balance of power in the Middle East. If the Israeli offensive succeeds in fully neutralizing Iran’s nuclear program and dismantling its regional influence networks, a new security paradigm may emerge, where pragmatic coalitions — such as the Abraham Accords — could become the foundation of lasting stability. This new order would reduce ideological polarization and bring economic interests and shared security to the forefront of regional dialogue.

In that context, Israel will have the opportunity not only to reaffirm its military leadership but also to become a hub of technological, energy, and intelligence cooperation, linking moderate Sunni countries, Western powers, and emerging actors from Asia and Africa. This will depend on its capacity to transition from a state of war to active, credible, and dissuasive diplomacy that prevents the resurgence of threats under new forms or alternative leaderships.

However, if Iran survives this war politically and manages to preserve its propaganda apparatus and part of its offensive capacity, it could initiate a phase of extended irregular warfare, where revenge would be exercised through low-intensity operations, terrorist attacks, or sabotage of critical infrastructure in third countries. The use of dispersed militias, cyberattacks, and ideological agitation through networks and universities is already part of Iran’s contingency repertoire.

Therefore, Israel will not only have to secure its borders but also fortify its influence in symbolic, academic, and media spaces where Iran will attempt to rebuild its narrative. The war of ideas will intensify. European universities, global social media platforms, and international forums will become trenches where the legitimacy of the actors in conflict will be disputed. On this front, Israeli diplomacy will need to deploy a long-term strategy that combines historical truth, education, emotional communication, and narrative strength.

Israel’s defense doctrine will also undergo transformation. This war has made clear that the enemy is no longer defined solely by its standing armies but by its ability to infiltrate, adapt, victimize itself, and persist through unconventional actors. The Israeli security model must evolve toward a multilayered defense structure that merges traditional military superiority with anticipatory intelligence, cyber deterrence, and multinational security alliances.

On the other hand, the international system will have to choose whether it rewards firmness or ambiguity. If Israel manages to survive the diplomatic storm and consolidate a strategic victory, it will set a precedent for other nations threatened by authoritarian or theocratic regimes. The outcome of this war will become a landmark case for future conflicts of the 21st century, where moral discourse alone will no longer suffice — real capacity for defense, resistance, and reconstruction will be required.

War leaves both material and symbolic scars that do not disappear with a ceasefire. The psychological consequences within Israeli society are already surfacing, with a population subjected to prolonged states of alert, entire cities operating under emergency drills, internal displacements, and a generation of children and youth growing up with war as the backdrop of everyday life. This phenomenon will compel the State to implement a comprehensive policy of national resilience — not only military, but also educational, emotional, and cultural.

In Iran, the blow to the regime's strategic pride has weakened the perception of invulnerability surrounding the ayatollahs’ apparatus. Internal protests once contained through repression may escalate as it becomes evident that the regime could not protect key installations nor prevent foreign penetration into its structures. The discourse of resistance may lose its mobilizing power if it comes to signify defeat, ruin, and isolation. This opens a fissure that may be exploited by internal or external opposition actors seeking systemic change.

In the global economic sphere, commodity markets are entering a phase of intense speculation. Insurers are beginning to raise rates on commercial routes through the Gulf, while energy conglomerates are seeking to diversify their extraction and transport points. This accelerates the race for new agreements with African, Latin American, and Asian suppliers, reconfiguring global supply chains with collateral effects on the trade balance of numerous countries.

The international intelligence system is entering a new era. What occurred in Iran shows that satellites, drones, or surveillance software are not enough. Human infiltration, perception warfare, and the capacity to manipulate digital environments in real-time are now essential components of any major power’s security doctrine. Israel has demonstrated it can anticipate not only through technology, but also through human networks that penetrate hostile state structures from within.

Emerging powers are closely observing the outcome. India is strengthening strategic alliances discreetly, aware that a polarized world will require firmer alignments. Brazil and South Africa are redefining their diplomatic lines in view of a potential reorganization of blocs, where ambiguous postures may soon carry consequences. Turkey is weighing whether it should reaffirm its role within NATO or operate as an autonomous actor negotiating between fronts.

This conflict will not be remembered only for its bombs, but for the redesign it will provoke in the architecture of international power. Future wars will no longer be won solely by whoever fires first, but by those who build the strongest legitimacy, manage strategic time effectively, and shield themselves from the moral, economic, and social exhaustion imposed by fourth and fifth generation warfare.

The sequence of events has reshaped the mental map of global strategists. Classical theories of nuclear deterrence and regional balance no longer apply with the rigidity of the 20th century. Israel’s preventive action has introduced a new tactical category: surgical intervention with implicit geopolitical consent, without the need for formal coalitions or multilateral authorizations. This model redefines the margins of what is acceptable and anticipates a shift in international thresholds of tolerance toward existential threats.

By acting without seeking legitimacy from global forums dominated by bureaucratic dynamics and paralyzing commitments, Israel has posed a dilemma to Western democracies. Either one acts decisively and effectively against ideological enemies with massive destructive capacity, or falls into the trap of diplomatic paralysis that has often preceded greater catastrophes. This logic is beginning to influence the military doctrines of medium powers that see the Israeli case as a possible paradigm for national survival.

The international media apparatus has also been forced to reposition itself. Traditional ideological filters have been displaced by the volume and speed of unfolding events. The narrative is no longer exclusively in the hands of major outlets, but in decentralized networks that validate or dismantle stories in real time. Aware of this, Israel has begun to redesign its strategic communication, prioritizing precision, evidence, and the direct exposure of sensitive data to fight the moral battle in the digital arena.

The emergence of non-state actors as amplifiers of the conflict is another phenomenon to consider. Think tanks, academic foundations, and NGOs with political agendas disguised as humanitarian causes have taken a side in the global debate, operating as vehicles of pressure and emotional manipulation over Western populations that are poorly informed about the complexity of the conflict. This instrumentalization of humanitarianism will be one of the main challenges that Israel and its allies will have to counter.

In parallel, big tech companies have entered the scene as invisible arbiters. Content moderation, algorithmic direction, and selective censorship now constitute new forms of ideological intervention that influence public perception of the conflict. The war is not won solely on the physical battlefield, but in the validation of narratives, the production of consensus, and the symbolic construction of legitimacy within digital spaces.

International education will also not be immune to this realignment. Universities, research centers, and learning platforms must review their curricula, academic alliances, and funding sources. The conflict has revealed the extent to which supposedly neutral institutions have been infiltrated or instrumentalized by structures aligned with political Islamism, eroding fundamental values of freedom, critical debate, and pluralism.

In this context, intermediate powers are beginning to gain prominence. Countries such as Greece, India, Azerbaijan, and Morocco have shown that, with skilled diplomacy and strategic positioning, they can influence regional processes previously reserved for superpowers. This redesign of the international hierarchy presents an opportunity for new actors wishing to redefine their role without being trapped in traditional power orbitals.

Air defense systems are entering a phase of forced evolution. The Israeli experience has shown that even the best missile shields can be overwhelmed if not combined with predictive intelligence, electromagnetic spectrum control, and anticipatory neutralization of launch platforms. States that want to protect their sovereignty must invest not only in hardware but in comprehensive, multidimensional security systems that include cyber defense, artificial intelligence, and operative human networks.

Global energy policy is accelerating toward scenarios of diversification and autonomy. Europe, pressured by its dependence on Russian gas and the risks of instability in the Middle East, is doubling down on its commitment to renewable sources, agreements with African suppliers, and exploration of domestic reserves. This shift in the energy axis could alter the economic structure of several producing countries and open a new geopolitical front for control over emerging resources such as lithium, cobalt, and green hydrogen.

The international community will also need to reassess its humanitarian aid architecture. NGOs and international bodies operating in conflict zones can no longer function as neutral actors if their work is instrumentalized by factions or used as a shield for covert political operations. Transparency, traceability of funds, and oversight of affiliations must become basic conditions for operating credibly in sensitive areas.

In terms of technology, the conflict has accelerated the convergence between national security and digital development. The line separating a civilian company from a strategic actor has blurred. AI startups, big data platforms, and cybersecurity developers are becoming part of national defense structures. This fusion between the private sector and defense will require new legal frameworks that protect individual freedoms without weakening response capacity to hybrid threats.

Finally, national identity will return to the center of the public debate. The conflict has shown that peoples who preserve a cohesive narrative, an ethic of survival, and a clear will to defend their sovereignty are better able to withstand the assaults of prolonged wars. Israel, by reinforcing its historical consciousness and projecting it firmly, has regained strategic clarity that other democracies—eroded by political correctness and ideological relativism—are beginning to envy.

The conflict between Israel and Iran has established a new strategic doctrine for nations surrounded by existential threats. Preventive action is no longer taboo and is becoming an emerging doctrine for states that cannot afford to wait for an enemy’s first strike. This transformation affects not only military praxis but also international law, which must now decide whether to sanction defensive initiatives or regulate them under parameters adapted to 21st-century threats.

As the war progresses, the classical notion of sovereignty is expanding. It is no longer enough to protect physical borders; the defense of informational ecosystems, supply chains, transnational critical infrastructure, and the digital framework that structures modern states’ economic and social life is now imperative. Israel has understood this expanded sovereignty and has acted accordingly, while many countries are still debating its theoretical implications.

The war has also exposed the normative fatigue of international treaties drafted for conventional wars that no longer exist. Tactical asymmetry, non-state actors, mass manipulation through big data, and embedding civilian elements in war strategies make concepts such as proportionality, interference, legitimate defense, or war crimes require deep legal revision. In this vacuum, those who act with clarity and determination set the precedents.

Global political leadership now faces an unavoidable dilemma. Either it adapts to the emerging new order, or it is doomed to irrelevance. Figures who understand that politics no longer play out only in formal institutions but also in digital, cultural, and symbolic environments are setting the pace. Netanyahu, by acting as a statesman, general, and communication strategist, has transcended the mold of the traditional politician and reintroduced the figure of the integral leader on the international stage.

In education, the post-war period will demand a profound reformulation of teaching systems. New generations must be trained in critical information analysis, defense of non-negotiable principles, strategic memory history, and the capacity to act in hybrid environments. Israel could lead this global educational reform by offering programs that integrate history, security, technology, and ethics—forming a civilian elite capable of sustaining the long-term achievements of military victory.

Surgical in execution, precise in narrative, and visionary in its projections, the Israeli offensive has inaugurated a cycle where wars not only destroy enemies but redefine civilizations. The democracies that survive this era of fire will not be the most pacifist, but the most lucid, cohesive, and courageous.

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